4.1.10

1.

Era una cálida tarde de Enero. Las personas respiraban, leían, reían, observaban el paisaje y tomaban café. Inhaló profundamente el delicado olor a canela, y suspiró con un gran alivio en sus pulmones.
Se levantó de la silla y empezó a caminar a donde debía. Su mente estaba en blanco, despistada y tranquila.
Desde el ojo exterior se podía admirar su caminar elegante, su larga melena dorada balanceándose y rozando su espalda. Sus brazos delgados moviéndose silenciosamente y sus zapatos de tacón rojo haciéndose resonar.
De su piel desprendía un olor a incienso. Tóxico y maravilloso a la vez.
Y, ella, tarareaba audiblemente.
Tic
Tic
Tic
Tic
Tic, el reloj marcaba los segundos. Haciéndole recordar a la mujer de melena dorada que iba tarde a su cita.
Ella, obviamente, no estaba al tanto de quien la vería y el por qué.
Solo recibió una carta roja con una nota. Y ésta tenía escrita “A las tres y media, a la vuelta de la esquina de tu café favorito”.
Esa mañana se había puesto un corto vestido negro; el cual ponía al descubierto su busto y de las rodillas para abajo. No sabía si le esperaba alguien importante o algún admirador secreto y por eso nerviosamente se colocó labial en sus labios.
A la esquina había un callejón bastante estrecho.
Unos basureros gigantes con ruedas, unas cajas de cartón que reposaban en el suelo, y el olor hediondo a alcantarilla le recordó a cierta escena de película.
En cuestión de segundos al haber adentrado el callejón, un silencio repentino ahogó el lugar y se dio cuenta de que sabía lo que le esperaba.
Se volteó con un aire seguro, caminando hacia la figura envuelta en una capa negra. Al estar a un metro de distancia con una de las comisuras de sus labios levantada, las cejas arqueadas, la espalda firme y una de sus manos en su cintura le murmuró a la muerte “Padre”.

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