28.1.12

Caminaba. La textura de la tierra entre sus dedos le recordó a un lugar muy lejano, algo que algunos llamaban "hogar". Siguió caminando hasta que se desplomó en el suelo, anhelando un último sorbo de agua. Dulce, hermosa y delicada agua. Tragó en seco. Trató de levantarse pero no lo logró y continuó su trayecto arrastrándose en la mugre.

A lo lejos se escuchó un ruido y se fue acercando hasta que pudo jurar que lo tenía al lado. Una carreta.

Mierda... una carreta, por favor que no se detenga, por favor que no me vean. Mierda... una carreta.

Escuchó los caballos relinchar y cerró los ojos, unos pasos se acercaban a él.

Señor, ¿se encuentra bien? Una dulce voz preguntó.

¡Una voz! pensó hace tiempo no escuchaba una ajena a la mía.

Intentó pronunciar "Sí, gracias. Por favor, siga su propio camino", pero su lengua se encontraba enredada en un millón de sollozos, un millón de gritos, un millón de lágrimas.

¡Ayuda, por favor! ¡Ayuden a este caballero!

Sintió la fuerza de dos hombres agarrándole por las axilas y los talones, le dieron agua. Bendita agua.

¿Cómo se llama? preguntó la dulce voz.

Ernesto, contestó casi sin aliento, y es un hermoso gusto escuchar su dulce voz.

Le limpió la cara, y logró ver el mundo nuevamente. Pero se llevó una sorpresa al ver el rostro de aquella mujer.

Alguien que no había visto desde hace treinta años, alguien cuyas manos siempre olían a madera, alguien que lo protegería para siempre.




Su madre.

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